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En los viajes que he realizado con mi mujer
a Cuba en los últimos diez años he podido
conocer a numerosas personas vinculadas
al mundo de la cultura y la arquitectura. En
parte ello se debe al punto de intersección
entre su interés por el arte y el mío por el
diseño, pero también a nuestra pasión por co-
nocer la pintura y la escultura contemporánea
en todos los lugares que visitamos.
En nuestro primer viaje entramos en con-
tacto con el arquitecto e historiador de La
Habana, Eusebio Leal Spengler, con quien
visitamos el casco histórico de la ciudad,
objeto de una impresionante y meticulosa
restauración realizada bajo la dirección del
propio Eusebio. Más recientemente asistimos
a la XI Bienal de Arte de La Habana, durante
la cual conocimos a algunos artistas cubanos
que más tarde nos abrieron las puertas de sus
estudios y talleres.
En compañía del célebre bailarín Car-
los Acosta, una de las primeras figuras del
London Royal Ballet, recorrimos el comple-
jo de las escuelas de arte diseñadas por los
arquitectos Ricardo Porro, Vittorio Garatti
y Roberto Gottardi a principios de los años
sesenta, escuelas que nunca llegaron a termi-
narse. Este magnífico conjunto de edificios
fue concebido por Fidel Castro en 1961 y
ocupa los terrenos del antiguo Country Club
en el entorno de Cubanacán, el equivalente
habanero de Beverly Hills. La ambición del
líder cubano al idearlo fue construir en este
lugar privilegiado nada menos que “la aca-
demia de arte más bella del mundo”. Durante
aquella visita tuvimos un encuentro con el
arquitecto oficial, Universo García Lorenzo,
con el objetivo de explorar la posibilidad de
crear una escuela de ballet para Carlos Acosta
aprovechando una de aquellas estructuras
abandonadas.
En nuestra última estancia en Cuba pasa-
mos tiempo con dos artistas, Marco Castillo
y Dagoberto Rodríguez, conocidos como Los
Carpinteros. Recuerdo especialmente una
cena en casa de Marco, en el reparto resi-
dencial de Miramar. Después de admirar su
mobiliario con diseño de los años cincuenta,
Marco nos invitó a bajar al garaje, donde
tenía un impresionante Chevrolet Bel Air des-
capotable del año 1957 en perfecto estado. El
coche, de un vivo color turquesa y con rema-
tes cromados, nos dejó fascinados. Durante la
sobremesa conversamos sobre las similitudes
evidentes entre el estilo del diseñador de au-
tomóviles Harley Earl, creador del Bel Air, y
la arquitectura del Hotel Riviera, construido
ese mismo año de 1957 y además pintado
del mismo color que el Chevrolet de Marco.
Los Carpinteros habían preparado para la
Bienal un gran espectáculo, Conga Irrever-
sible, que luego se convertiría en una obra
audiovisual. Imaginen una multitud de bai-
larines, todos vestidos de negro riguroso,
desfilando por el centro de la ciudad, pero
no hacia adelante sino hacia atrás. Mientras
los cuerpos de los bailarines se cimbrean al
ritmo de la música, el tráfico se detiene a su
paso, y a medida que la conga avanza retro-
cediendo, se alarga más y más al incorporar
nuevos espectadores que también siguen el
ritmo de los músicos.
Al fotografiar este extraordinario espectá-
culo me asaltaron dos sensaciones. En primer
lugar, la perspectiva de la cámara me ofre-
cía un telón de fondo formado por coches y
edificios antiguos, en un torbellino de deca-
dencia detenida en el tiempo que sólo puede
encontrarse en esta isla; Cuba es un auténtico
museo de coches americanos clásicos, sobre
todo de esa Edad de Oro que fueron los años
cincuenta, y su color y estado de conservación
han establecido una sintonía especial con
los edificios circundantes, pues ambos han
desafiado la lógica y los embates del tiempo.
Mientras mi pensamiento se entretenía con
estas imágenes, la segunda impresión que
tuve, espoleada por las paradojas de la Conga,
fue la sensación de cambio que flotaba en el
ambiente. Coincidiendo con nuestra visita,
nos enteramos de que el gobierno había li-
beralizado el mercado inmobiliario y que los
cubanos podrían comprar propiedades por
primera vez desde el triunfo de la revolución.
Pensé, mientras observaba la enorme ser-
piente humana que danzaba por la calle, que
no sería extraño que en poco tiempo las cosas
en Cuba fueran exactamente igual que en el
resto del mundo. Los exóticos vehículos del
pasado, esos dinosaurios, serían reemplaza-
dos por coches modernos, quizá técnicamente
superiores pero carentes de alma. Del mismo
modo, la riqueza repentina podría acabar de
golpe con esa mezcla, exótica y única que
solemos englobar bajo la etiqueta de arqui-
tectura cubana.
Me asaltó de pronto el temor de que pudiera
desaparecer ese espectáculo vivo que es La
Habana, donde el escenario son las fachadas
de los edificios mientras que los actores son
los coches antiguos y los propios habaneros.
Norman Foster —autor
del texto que abajo se
reproduce— firma junto
a Mauricio Vicent el
libro Havana. Autos &
Architecture publicado
por Ivorypress (2014) e
ilustrado con fotografías
de Nigel Young.
Norman Foster – author
of the text below – edits
with Mauricio Vicent
the book Havana.
Autos & Architecture
published by Ivorypress
(2014) and illustrated
with photographs by
Nigel Young.
«Cuba es un museo de coches
americanos clásicos, sobre
todo de esa Edad de Oro que
fueron los años cincuenta»
Photos: Cortesía de Ivorypress Courtesy of Ivorypress