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AS: Lo que me interesa más lo aprendí
con mi maestro en mi primera experiencia
en la Escuela: entender lo que hay detrás
del deseo, de la creación, de la inteligencia
en cada estudiante. Ahora que las clases
son grandes (antes éramos quince o así, y el
profesor podía hablar con el estudiante), es
bastante fácil destruir el trabajo de un estu-
diante. Creo que es una forma de anular sus
calidades, y no entender sus potencialidades.
Y ahí me acuerdo de cuando era estudiante,
de cuando quería ser escultor y la arquitec-
tura no me interesaba nada, y la primera
crítica que me hizo el profesor (que era el
director, una persona inteligentísima). Mira-
ba mi trabajo, fumaba, pensaba… y después
empezaba. Y cómo empezó. Me dijo: «Se ve
perfectamente que tú de arquitectura nunca
has visto nada, así que te aconsejo que te
acerques a la librería y te compres unas revis-
tas.» Así que fui y me compré cuatro números
de L’Architecture d’Aujourd’hui, que es lo
que teníamos entonces: un número sobre
Gropius, otro sobre Aalto, otro sobre Neutra
y otro sobre hospitales, que ni leí. Pero Aalto
fue un shock, sobre todo Aalto. En lugar de
hacerme sentir que era una desgracia, mi
profesor me dejó pensar que, disponiendo
de mayor información, podría cambiar los
resultados. Y eso me parece muy bien.
A los jóvenes arquitectos les diría que
hay que luchar mientras haya energía, y no
aceptar estas tendencias negativas. Estamos
aún a tiempo. Hay que luchar de una forma
más constante, con objetivos a más largo
plazo. Pero la conquista fundamental es el
placer que proporciona el ejercicio de la ar-
quitectura… Si no se llega ahí, la profesión
resulta horrible.
Podrían parecer una proclama doctrinal,
una arenga voluntarista, estas últimas frases
de Siza, pero no hay mejor ejemplo que él
mismo para hacer caso a sus palabras. El
tesón, el afán del trabajo y del estilo han
hecho a Álvaro Siza no sólo un modelo pro-
fesional sino una insignia ética. Y segura-
mente no es casual que la pureza de su obra,
blanca y afinada, se corresponda con esa
rectitud del espíritu bien afirmado. Amar la
profesión, esmerarse por la obra bien hecha,
ser vigilante de los acabados, llevar la talla
de una construcción desde la estructura
hasta los detalles o conquistar una idea y
una conciencia social son el mayor tesoro
de un artista y su fortín personal. La fama
de este gigante portugués no es, al cabo,
el resultado exclusivo de su habilidad o su
ingenio, sino de una moralidad profesional
que lo integra humanamente todo.