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lugares para la gente, lugares que la gente
frecuenta y donde se reúne. Se trata de un
deber cívico. El mundo puede ser un poquito
mejor cada día; es poco a poco, gota a gota,
día a día como se va mejorando el mundo.
Si no crees en la capacidad de la arquitectura
para cambiar el mundo, si no crees en la capa-
cidad de la belleza, de la vida y de los valores
cívicos para construir un mundo mejor —para
mí, esto no es una utopía, sino una posibi-
lidad real—, entonces es mejor que cambies
de profesión porque estás en la equivocada…
LFG: Me gustaría terminar esta conver-
sación hablando de tu reciente proyecto en
Santander, el Centro Botín. Se trata de una
buena noticia, porque en España hasta ahora
sólo habías construido la pequeña base del
equipo Luna Rossa en Valencia.
RP: Nunca había trabajado de verdad en
España, así que estoy agradecido por haber
podido hacer el Centro Botín. Es fantástico
por una serie de razones. Primero, porque he
aprendido a amar Santander, que tiene una
doble identidad: una, hacia el Cantábrico; la
otra, hacia la bahía. La primera es más áspera,
expuesta a los vientos y las olas; la otra es
como un lago con una luz semejante a la de
Venecia: una luz metafísica. Los Jardines de
Pereda miran hacia el sur y hacia la bahía,
y la luz es fantástica. Vi el lugar después
de que Emilio Botín nos hiciera el encargo.
Botín me sedujo; también la familia, pero
especialmente él. Simpatizamos muy rápido.
Nunca le vi como un banquero, sino como un
soñador. Supongo que como banquero era un
tipo duro, pero era también alguien enamo-
rado de la educación, de la gente joven, de
Santander… y de la idea de construir algo allí.
Los Jardines de Pereda estaban separados
de la bahía por una vía con mucho tráfico, y
la decisión fue enterrarla de manera que los
Jardines pudieran extenderse hasta el mar:
una idea fundamental del proyecto, que se
consensuó con la familia, con Emilio, con
el alcalde y, por supuesto, con la opinión
pública. De nuevo, una historia de amor por
el espacio público. El proyecto no tiene que
ver con la retórica y con exhibir musculatura.
Emilio Botín quería algo con presencia, pero
que no se impusiera al lugar. Por eso hicimos
que el edificio volara sobre el suelo, porque
había muchos árboles, y así, viniendo de la
ciudad, al atravesar el parque, se pueden ver
los pilares sobre los que se levanta el edificio
como si fueran troncos, y el edificio desapa-
rece. Puedes mirar a través de las copas de
los árboles; el plano del suelo está libre. Si
llueve, te puedes cobijar bajo el edificio; lo
mismo en un día soleado. Después, subes a
la plaza elevada...
LFG: Uno se imagina la plaza y las es-
caleras llenas de gente, moviéndose arriba
y abajo…
RP: En cuanto deja de llover en Santander,
todo el mundo se va al Paseo. Este edificio
está bien situado al final del Paseo, donde
este se junta con los Jardines… La gente es
como una cuarta dimensión. No hay sólo tres
dimensiones; hay una cuarta: el movimien-
to. Esto también es cierto en el Pompidou;
ocurre en las escaleras mecánicas. Incluso
en el Whitney. Y es algo que tiene que ver
con la gente moviéndose. Lo que espero que
ocurra en Santander es que la planta baja del
Centro Botín, la plaza elevada y las escaleras
estén llenas de gente moviéndose de un lado
a otro, descansando en el bar o simplemente
sentándose allí. Esto funcionará muy bien en
el verano, porque habrá sombra. Y la cosa más
mágica será la luz: cuando miras al sur, la luz
se refleja en el agua. La piel de piezas cerá-
micas —270.000 piezas nacaradas— refleja el
tiempo atmosférico, la luz. Así que el edificio
acaba siendo un poco orgánico, como un pez
saltando del agua.
LFG: Con sus escamas brillantes…
RP: Hay una razón para esto. Queríamos
que el edificio brillara y jugase con la luz, ya
fuera una luz gris o de verano. Incluso cuando
lloviese. Queríamos un edificio que tuviera
una especie de piel centelleante. Así que cruzo
los dedos. Creo que el edificio va a gustar…
Un buen edificio es aquel que acaba siendo
querido, adoptado por la gente. Lugares como
estos son los que hacen que las ciudades sean
buenos sitios para vivir, porque están rela-
cionados con la tolerancia, la convivencia,
los valores, el disfrute, la comunidad. Esto es
importante. La mayor dicha de los arquitectos
es comprobar que sus edificios son apreciados
por la gente. Ya sea en Roma, Nueva York,
París o San Francisco, si veo a la gente son-
riendo y disfrutando en mis edificios, para mí
es la mayor satisfacción.
LFG: Es una buena manera de terminar esta
conversación sobre los aspectos de esa brújula
interior que te ha guiado desde la infancia. El
principito de Antoine de Saint-Exupéry tenía
un asteroide, como tú, así que, de algún modo,
puedes unirte a él en las estrellas…
RP: Sabes, cuando me llamaron por este
tema, pregunté si se trataba de un asteroide
seguro. Por supuesto, dijeron, llevamos diez
años comprobando su estado, no te preocu-
pes. ¿Durante cuánto tiempo será seguro?,
insistí. ¡Durante al menos los próximos dos
millones de años!
«Un buen edificio es aquel
que acaba siendo querido,
adoptado por la gente»