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Incluso dentro de los tres gigantes de la
industria existían marcas que creaban una
escala de riqueza relativa. Por ejemplo, la
General Motors ofrecía una clasificación que
comenzaba con los Chevrolet, subía por los
Pontiac, Oldsmobile y Buick, hasta alcan-
zar la cima de los Cadillac. Por otro lado,
el catálogo de Chrysler conducía en orden
ascendente desde los De Soto y los Chrysler,
hasta los Chrysler Imperial. La Ford Motor
Company tenía su propia jerarquía que se
iniciaba con los Ford, pasaba por los Mercury
y culminaba con los Lincoln. Los espíritus
independientes también tenían otras marcas
con las que satisfacer deseos más exóticos,
incluyendo coches europeos de importación.
En aquella época, las diferentes aspiracio-
nes y caprichos personales se veían reflejados
en los folletos y anuncios publicitarios de
todas las marcas. Invariablemente, el auto-
móvil aparecía relacionado con un marco
arquitectónico que evocaba las residencias
más codiciadas y los hoteles de lujo, cuya
entrada servía de escaparate para exhibir la
posesión más preciada de la familia.
Hasta la llegada al poder de Fidel Castro, en
Cuba la elección de un automóvil reproducía
fielmente el estatus social igual que sucedía
en el gran vecino americano, apenas a 144
kilómetros de distancia. En las páginas de
este libro, nuestros protagonistas nos cuentan
cómo con la llegada de la revolución todas
las distinciones sociales súbitamente desapa-
recieron. Los coches abandonados quedaron
a disposición de cualquiera, despojados de su
estatus, y como el propio pueblo que ahora
los reclamaba todos fueron de repente con-
siderados iguales.
Una paradoja sigue a otra, y así la iro-
nía empapa la historia de estos automóviles
y también la de sus dueños. Consideren la
cuestión de la obsolescencia. La industria au-
tomovilística de la época se enorgullecía de
crear nuevos modelos constantemente. Cada
año se presentaban modificaciones de diseño
que a menudo no pasaban de la epidermis
del coche, quizás un poco más de potencia
o algún nuevo extra, y eso sólo en el mejor
de los casos. En este período el cambio tenía
valor en sí mismo. Lo importante era poder
seguir el ritmo de los vecinos y desechar un
modelo viejo por el nuevo para subir un pel-
daño en la jerarquía de las marcas y lucir la
nueva insignia.
Imaginen la reacción de aquellos expertos
en marketing, que eran especialistas en co-
mercializar una y otra vez el mismo producto
con pequeñas variaciones —y todas con una
fecha de caducidad muy corta—, si vieran que
cincuenta o sesenta años después esos mis-
mos vehículos siguen circulando. Pero, como
en la Conga Irreversible, no todo es lo que
parece a primera vista. Mientras su carrocería
nos resulta tan familiar, más allá del efecto
de las incontables manos de pintura, el humo
negro que escupen los tubos de escape de
muchos de estos coches delata las abundantes
transformaciones que han sufrido debido a
las piezas canibalizadas de modelos importa-
dos desde la Unión Soviética y la Europa del
Este. Muchas veces el tísico traqueteo de un
motor diésel soviético ha sustituido al rugido
de un ocho válvulas, y pese a todas estas
modificaciones los coches americanos han
sobrevivido de modo admirable y como un
buen vino añejo sus estilizadas líneas deleitan
la vista cada vez más con el paso del tiempo.
En cierto modo el libro es un testimonio del
ingenio cubano que ha permitido que conti-
nuara funcionando gran parte de esta vasta
flota de vehículos, muchos de los cuales si-
guen prestando servicio a la comunidad. Pero
también existe un puñado de coches clásicos
que ha subsistido hasta hoy en un mundo pa-
ralelo creado por unos propietarios y choferes
que, enamorados de los modelos originales,
han hecho lo imposible por restaurarlos y
devolverlos a su estado primigenio. En Cuba
existen múltiples clubes de aficionados que
periódicamente se reúnen para mostrar sus
tesoros y compartir experiencias.
A veces, por las calles de La Habana apa-
rece uno de estos impolutos vehículos como
recién salido del escaparate; con la pintura
perfecta y unos remates de cromo pulidos
como un espejo. A su lado puede estar apar-
cado un viejo cacharro que aún arranca pero
que parece el bisabuelo de su renacido com-
pañero, y aunque ambos son coches ame-
ricanos clásicos los separa todo un mundo.
Y aun así, en el contexto de Cuba ambos
tipos de vehículos tienen algo en común. A
pesar de la retórica política y del embargo
comercial de Estados Unidos, los propieta-
rios de estos coches mantienen un afecto
compartido por el vecino americano, como
demuestran las barras y las estrellas en las
pegatinas y el resto de adornos con que de-
coran sus vehículos.
Pero quizás el aspecto más reconfortante
de la cultura automovilística cubana sea el
modo en que el orgullo y sentido de la propie-
dad traspasa todas las barreras ideológicas.
En una sociedad en la que la búsqueda utó-
pica de la igualdad absoluta lo tiñe todo de
un uniforme color gris, los brillantes colores
de los coches y la arquitectura que le sirve
de trasfondo forman un conjunto único y
distinto del resto del mundo. A pesar de las
limitaciones económicas y de la dura situa-
ción de escasez, estos viejos vehículos no
sólo han logrado sobrevivir, sino que siguen
siendo símbolos de un estatus: unos obje-
tos concebidos para ser exhibidos, de forma
que sus detalles más ínfimos logren capturar
la imaginación y sean sujeto de discusión
y debate entre amigos y vecinos. El marco
arquitectónico ofrecido por una calle de La
Habana no recuerda demasiado a los arbola-
dos barrios elegidos por la publicidad de los
años cincuenta, pero el mensaje que ambos
transmiten sigue siendo el mismo. Todo ha
cambiado pero todo sigue igual. El primiti-
vo orgullo de la posesión y la necesidad del
individuo por sobresalir de la masa siguen
estando tan vigentes como el primer día.
«El libro es un testimonio
del ingenio cubano que ha
permitido que continuara
funcionando gran parte de
esta vasta flota de vehículos»